Punto de inflexión
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Axel Kaiser
La historia de los países, como la vida de las personas, suele presentar puntos de inflexión. Esto es, momentos que definen un cambio de paradigma y por tanto el tipo de evolución que se tendrá a futuro.
La guerra civil norteamericana, por ejemplo, fue un punto de inflexión que cambió para siempre la relación entre blancos y afroamericanos y todo el orden institucional en materia de derechos civiles. También lo fue la gran depresión de los 30, a partir de la cual se creó el estado de bienestar norteamericano abandonándose así el camino libertario que habían trazado los padres fundadores del país y que se había mantenido por más de un siglo. En Chile un punto de inflexión crucial fue obviamente el desastroso experimento marxista de la Unidad Popular, cuyo fracaso dio paso a un cambio absoluto de paradigma que en lo económico permitió a Chile convertirse en el país más avanzado de la región.
Hoy Chile vive nuevamente un punto de inflexión que podría cambiar nuestra historia. El cambio, como es evidente, sería para peor llevándonos probablemente a un tipo de involución económica, política e institucional similar a la que experimentó Argentina desde el peronismo en adelante. Quien crea que algo así es imposible y que comparar a Chile con Argentina es un disparate no conoce la historia de lo que fue este país durante casi todo el siglo XX. Pues la verdad es que este era un país del tercer mundo en permanente conflicto político y social, con altísimos niveles de pobreza, populismo y estatismo desatados, bajísimo crecimiento económico per cápita, hiperinflación constante, corrupción desbocada y una clase política mesiánica e irresponsable que fue prometiendo una revolución tras otra hasta que el país reventó. Esto no necesariamente se va a repetir en el futuro, aun si el actual proyecto estatista logra cambiar el paradigma, pero lo que es claro es que los cambios propuestos nos alejarán sustancialmente de un tipo de desarrollo basado en políticas económicas serias para acercarnos a la clásica fórmula fracasada latinoamericana.
Que el sistema de libertad económica permanezca o se sustituya por un estatismo romántico cada vez más agresivo depende de qué tan dispuestos están los chilenos, en particular la élite del país, a defender lo que se ha logrado. Son estos cuatro años que vienen los que definirán con alta probabilidad las próximas tres o más décadas de nuestra historia. Eso significa que, o se tira aquí, como se diría con ánimo dieciochero, “toda la carne a la parrilla” y se intenta parar de frentón los esfuerzos por destruir nuestro sistema de libertades, o no habrá mucho que hacer después. Para ello, quienes estaban alejados de la vida pública deberán asumir una responsabilidad por el bienestar de sus compatriotas y el futuro del país que heredarán a sus hijos.
Aquí no hay que engañarse: todos somos, como dijo Ludwig von Mises, responsables por el destino de nuestra sociedad y nadie quedará libre de las consecuencias si esta avanza por el camino de la decadencia económica, la odiosidad de clases y la inestabilidad política. Lamentablemente, la historia de Chile no da mucha esperanza. Después de todo fue la llamada derecha la que inició la reforma agraria y la que luego apoyó a Frei Montalva pavimentando el camino a Salvador Allende. Y una vez que este estaba en el poder, la misma en pleno votó por la nacionalización del cobre, lo que no fue más que una violación descarada del derecho de propiedad. Todo ello bajo la premisa de que había que acomodarse con los socialistas de turno para salvarse, hasta que de tanto transar se quedó virtualmente sin nada que ofrecer.
Si hay algo que la historia reciente de Chile enseña es que el mejor negocio a la larga es sin duda defender principios más que intereses de corto plazo.